La noche estaba más oscura de lo normal en Puebla, porque el tiempo tormentoso cobijaba todo a su paso. Era de madrugada y la lluvia mojaba las calles de piedra, que estaban solas y silenciosas.
Corría el año de 1785. En la casa de Don Anastasio Priego, un hombre adinerado y de buena postura en la ciudad, estaba por ocurrir un hecho importante. Su esposa, Juliana Domínguez había roto fuente y estaba comenzando su proceso de parto. Don Anastasio, decidió ir por la partera que ayudaría en el nacimiento.
Antes de salir, se envainó su espada. Sus ayudantes insistieron en acompañarlo para que no corriera peligro por la hora y el clima, pero él se negó. Creía que al ir solo, llegaría más rápido. Salió sin más ni más con rumbo a la iglesia de Analco, alumbrando su camino con una lámpara de aceite.
Atravesó el camino y cuando pasaba por la calle Santo Tomás, no vio venir a un hombre que se dirigió a su encuentro y lo atajó colocando una espada en la mitad de su cuerpo. Aquel hombre lo retó y le pidió el oro que llevaba, o de lo contrario, lo mataría.
Don Anastasio atendió al reto y sabiendo sus habilidades con la espada, de un salto la sacó y la clavó en el corazón de su oponente. El hombre quedó tendido y Don Anastasio no quiso ver cuál era la suerte de aquel. Siguió en busca de la partera, nervioso y apurado.
¡Continúa!
Cuando venían de vuelta, no pasaron por el lugar del suceso. Don Anastasio y la partera Simonita, se desviaron por el puente de Ovando y llegaron a la casona justo para el momento en el que Juliana daba a luz a gemelos.
Luego del alumbramiento, Anastasio se ofreció a acompañar a la partera, de vuelta a su hogar. Pero esta vez la curiosidad por saber lo ocurrido con aquel hombre lo hizo pasar nuevamente por el callejón. Allí lo vio, tendido y acompañado de personas que oraban por su alma.
Desde ese momento, aquel lugar ubicado entre la 3 y 5 oriente esquina con 12 sur, fue nombrado el callejón del muerto.
Muchos dicen que su alma quedó penando en el lugar, vagando sin descanso y una que otra vez aparecía para advertir a los que se atrevían a pasar por el callejón en horas de la madrugada.
Tanto era el miedo de los habitantes que construyeron una cruz blanca que incrustaron en una pared, a ver si así el alma de aquel hombre lograba descansar.
Una confesión
Tiempo más tarde de aquel suceso, algo extraño volvió a ocurrir. Una persona llegó a la iglesia de Analco pidiéndole al sacerdote que por favor lo confesara. El padre Francisco accedió a hacerlo. Mientras que el sacristán y otro padre decidieron esperar para cerrar el templo.
Esperaron un largo rato, hasta que decidieron entrar a ver qué sucedía. Cuando llegaron al confesionario no los encontraron.
Al día siguiente el padre Francisco no llegó a misa tampoco. Por lo que el sacristán y el otro sacerdote fueron hasta su casa. Donde encontraron al padre Francisco muy enfermo y moribundo. El otro sacerdote decidió darle la confesión a Panchito, como cariñosamente lo llamaban, y allí fue cuando se desveló lo ocurrido.
El sacerdote contó que el hombre que había confesado la noche anterior, había muerto hace muchos años en un callejón, y que volvió enviado por Dios para sanar sus pecados y que luego de hacerlo había desaparecido ante sus ojos.
El impacto de todo eso hizo que el padre Francisco muriera al día siguiente. Pero desde ese momento nunca más se volvió a ver al alma del callejón del muerto.