En el argot popular de Guanajuato, se contempla una de leyenda de reflexión sobre los juegos de azar y cómo éstos siendo mal utilizados, pueden destruir la vida de una familia.
La historia se basa en Don Ernesto, un acaudalado hombre de negocios, que se dirige todas las noches a una casa muy exclusiva de juegos, ubicada en la calle Los Guadalajareños, que solo puede ser frecuentada por la clase alta de la localidad.
El experto tahúr no sabe que el destino le tiene preparada una mala pasada. Mientras inicia sus partidas de truco, juego popular en la época, ingresa a las instalaciones un forastero de muy buen vestir, con sombrero grande y voz grave, quien luego de ganar varios encuentros, decide retar a Don Ernesto.
La confianza traiciona
Éste confiado de su racha ganadora y sintiéndose invencible, acepta la propuesta de aquél desconocido. Allí, comenzaría su desgracia. En la misma medida que se repartían las cartas, nuestro desafortunado amigo dilapidaba sus bienes más preciados, al punto de perderlo todo en esa noche.
Al caer en cuenta de lo ocurrido, expresa que no tiene nada y que lo ha despilfarrado todo. El contrincante, se acerca a Don Ernesto y le dice: “Todavía hay algo que puedes apostar, si ganas lo puedes recuperar todo” y le susurra al oído la propuesta.
Don Ernesto exclama: ¡No, a ella no!, pero al cabo de unos minutos, accede al reto. Esa noche apostó a su joven y bella esposa, junto con su hijo.
Lo que no sabía el incauto, es que su rival era el mismísimo Diablo, quien con trampas durante toda la noche, enmarañó a todos los presentes y por supuesto a él.
Al lanzar las cartas, apostó a la de mayor valor. En la mesa estaban al descubierto la sota de oro y el 6 de espadas. Y a la sota sumó sus esperanzas. Poco a poco las cartas fueron viradas: un siete de bastos, el tres de oro, el caballo de copas y finalmente aparece la carta maligna, el seis.
Cayendo en la trampa
Volvéis a perder -replica el demonio- quien en ese momento -según contaron los presentes- asomó un halo de luz muy perverso en su rostro.
Don Ernesto, no tuvo más que cumplir su palabra y entregar todos sus bienes, incluyendo a su consorte y pequeño hijo. Esa noche se suicidó.
La noticia se hizo presente en todas las calles del pueblo, obligando la clausura de aquel antro conocido como la casa del truco, haciendo un llamado de atención a toda la población sobre los sucesos lamentables que allí ocurrían. Muchos lugareños habían perdido sus posesiones en este sitio y era hora de encontrar una distracción más honorable y menos riesgosa.
Desde entonces, el espíritu desencajado de Don Ernesto, con su traje de usanza y pálida piel, vaga luego de las doce de la noche, por las aceras de la calle del truco, como ahora se le llama, buscando una nueva partida de juego, que le ayudase a recuperar a su amada.