
La realidad a veces se distancia mucho de las expectativas que puedan formarse, es la historia de penitenciarías y cárceles. Debían ser lugares para la reclusión de sujetos que de alta peligrosidad para la sociedad. Pero también para su reformación y reintegración en ella.
¿Cuán desfigurado puede tornarse ese objetivo inicial? La leyenda del palacio negro de Lecumberri recoge toda la barbarie que se vive dentro de aquellas paredes.
Muchas veces, los tormentos no acaban ni con la muerte de los reos.
La visión original
El Palacio de Lecumberri se inauguró por el presidente Porfirio Díaz junto a su gabinete en el año 1900. El plan era hacer una reforma al deficiente sistema carcelario mexicano.
Las autoridades escogieron una propiedad que perteneció a un ibérico apellidado Lecumberri. Para aquel entonces la propiedad recibía el mote de “La cuchilla de San Lázaro”. La construcción se erigió en la prolongación de la rúa con igual nombre.
Tenía una arquitectura que detonaba la influencia francesa y el aire ecléctico, muy propio del silo XIX. Toda penitenciaría que se precie tenía que ostentar almenas, aspillas y torreones. Elementos que inevitablemente le darían un toque tétrico, dejando a la imaginación qué horrores albergaría.
Al frente del proyecto estaba Antonio Torres quien se inclinó por un estilo panóptico. Esta distribución hace que desde una torre central pueda visualizarse por completo el edificio.
De igual forma, todas las celdas tenían visión de la mencionada torre. Este modelo se aplicaba con éxito tanto en Estados Unidos como en París. Para ninguna imaginación será un reto ponerse en los zapatos de los presos, las 24 horas sentían la mirada en sus nucas.
El Palacio negro
El sentimiento de ser observados era más constante que una sombra. Se borró del diccionario de los reos la palabra privacidad, además eran objeto de incontables torturas.
Tales acontecimientos se filtraron al exterior gracias a los relatos que los presos hacían a sus familias. De esa manera, se divulgó la brutalidad de los tormentos, los homicidios y el sinfín de horrores que presenciaban aquellos muros.
Corría el año 1976 cuando cesó su uso como penitenciaria bajo disposiciones de Luis Echeverría. Para 1982 se transformó en el Archivo General de la Nación función que preserva hasta el presente.
Dolor interminable
Seguramente, los reclusos vivían una profunda agonía esperando la oportunidad de salir. Esperando que su pena se cumpliese y nunca volver la mirada hacia ese retén.
Las remodelaciones dieron pie a hallazgos perturbadores. Porque fueron descubiertos variedad de huesos humanos sepultados en las cercanías de las diversas salidas.
Si los abusos, torturas y observación constante eran más pesados que las cadenas; los eventos inexplicables eran intolerables. De forma constante retumbaban lamentos que seguramente eran un martilleo en la cordura de los prisioneros.
Además, ruidos inexplicables poblaban los interiores del Palacio negro. El estado de alarma y la ansiedad debió tornarse en algo rutinario, pero agotador para los encarcelados.
Sin distinciones
Ah, pero las apariciones tenían problemas para distinguir entre celadores y presos. Así le pasó a Don Jacinto. Un bedel estaba sumergido en su faena cotidiana, cuando le alarmó escuchar una respiración a sus espaldas.
Extrañado, se giró para ver de dónde provenía aquello. Encontró en una silla a un sujeto muy demacrado, seguramente un preso más. El pobre hombre dijo con profundo lamento “tampoco vino hoy mi Amelia”.
Quizás el bedel se compadeció de él. Sin embargo, tenía que preguntarle qué hacía allí. A eso se disponía, cuando notó que el hombre desapareció. La curiosidad espoleó al conserje, finalmente consultó los archivos y se supo que se trataba de Don Jacinto.
El pequeñísimo detalle es que el reo conocido como Don Jacinto, falleció en la década de los 40. Amelia era el nombre de su esposa, quien le prometiese visitarlo con frecuencia.
Jamás lo visitó. Parece que nunca perdió la esperanza, aunque fuese ella el motivo que lo llevó tras las rejas.