Muchas son las historias y leyendas que rondan alrededor de la antigua basílica de Guadalupe, muchas han quedado en el olvido y algunas otras siguen estando muy presentes en la cultura popular mexicana. Una de ellas es la leyenda de “la confesión de un muerto”.
Esta historia se remonta a la época de la colonia en México, al siglo XVII, y se centra en la antigua basílica de Santa María de Guadalupe. Cuenta la leyenda que estaba a punto de caer la noche y el abad se disponía a cerrar la basílica para volver a casa, en el lugar, también estaban unos familiares que lo acompañaban en la labor de cerrar el recinto.
Ese día no era diferente a los otros, era normal ver por el lugar personas que entraran a orar y confesarse, platicar con sacerdotes o simplemente estar en el templo.
¡Un cambio repentino!
Lo que cambió la historia en este punto fue la llegada de un hombre, que según dicen, estaba muy arreglado y vestía un traje elegante. Nada raro para la época, en la que muchos lucían sus mejores trajes para asistir a los templos e ir a misa.
Al entrar y ver al abad, se dirigió a él y le pidió amablemente que por favor le permitiera confesarse. Le dijo de manera tranquila, que tenía muchos pecados que no lo dejarían estar en paz. El sacerdote no se negó a pesar de la hora, y aceptó acompañarlo. No sin antes, pedirles a los familiares que por favor lo esperaran.
Tanto el hombre, como el sacerdote, entraron en la basílica. Caminaron por un largo pasillo, de esos interminables que solían tener las estructuras antiguas, hasta que llegaron al confesionario.
El lugar estaba tranquilo y solo, no había nada que interrumpiera ese momento. El sacerdote se colocó en su lugar de confesión, y abrió la ventana que lo separaba de aquel hombre. Se dispuso en modo de oración para escuchar lo que él tenía para decirle.
Pasó un rato y aquel momento no acababa, algo estaba ocurriendo dentro del sacerdote que él no podía explicar. Escuchar a aquel hombre lo estaba perturbando. Pero debido a su fiel compromiso a la confesión no lo detuvo, hasta que sintió que le era imposible soportarlo.
De repente el sacerdote se paró de su lugar, y sin mirar hacia atrás, siguió por el mismo pasillo largo por el que había llegado. Su rostro había empalidecido, sus ojos miraban fijamente hacia el frente y su cara daba un aire de nerviosismo.
Se encontró con sus familiares y les pidió que lo ayudaran a cerrar por fin la iglesia. Uno de ellos le preguntó que a dónde había ido el hombre con el que había entrado. El sacerdote no respondió, sólo siguió pidiendo que lo ayudaran. Todos los que ahí estaban sintieron que algo raro le pasaba. Y pensaron en cómo era posible que cerraran estando aún el hombre dentro del templo, aun así obedecieron. Trancaron todo y siguieron hasta la casa.
¡Hay más!
Cuando llegaron, el sacerdote aún no hablaba, pero luego de la insistencia de uno de sus sobrinos, quién no dejaba de preguntarle qué había pasado dentro de la iglesia, el abad logró hablar. ¡Era un muerto! fueron sus palabras. Nadie lo entendía muy bien.
Cuentan que el sacerdote explicó que aquel hombre que había entrado acababa de morir, y que antes de que su alma partiera al más allá, fue a confesarse para que sus pecados lo dejaran descansar. Sin embargo, el sacerdote no aguantó toda la confesión. Porque mientras el hombre iba hablando, este iba perdiendo el oído derecho. Hasta que no soportó más.
Se dice que nunca nadie supo cuáles fueron los pecados que confesó aquel muerto, y que el sacerdote se los llevó con él hasta el lecho de su muerte, en profundo sigilo sacramental.