Por aquella época, existió un joven muy bien parecido. De esos que posiblemente hoy saliesen en las portadas de las revistas. Muchas mujeres fantaseaban con ser sus novias y futuras esposas, él se aprovechó de la situación forjándose fama de mujeriego.
Sucedió lo predecible, entre sus juegos conoció a una mujer que lo flechó en el acto. Cayó perdidamente enamorado de ella, centró todos sus esfuerzos en conquistarla.
Fueron muchos quienes procuraron disuadir al joven. Las advertencias de que esa mujer era el centro de delicados rumores le llovieron a cántaros. Sin embargo, el muchacho estaba empecinado.
No cedió ni un centímetro, hasta que la bella señorita le correspondió y celebraron nupcias.
Siempre el mismo plato
Su matrimonio parecía una eterna luna de miel. La mujer demostró que su belleza estaba respaldada por su destreza en la cocina y su laboriosidad. ¡El hombre estaba absolutamente encantado!
Solo hubo un detalle que le fastidiaba. Algo concreto, quizás en exceso trivial: su esposa preparaba a diario moronga. Era tanto su amor que le restó relevancia al asunto tanto como pudo, pero el hastío por la comida lo venció.
En una ocasión, aprovechó una reunión íntima con su mejor amigo para desahogarse. El amigo le contestó con franqueza arrolladora, recordándole los rumores que envolvían a la mujer.
La esposa de este, aseguraba que la recién casada tenía fama de bruja. En el pueblo las malas lenguas sostenían que salía cada noche por las callejuelas a beber la sangre de los infantes.
El amigo lo exhortó a que espiara a su esposa para que comprobase la veracidad de los cuchicheos. El recién casado estaba tan enamorado que quería desechar esas locuras.
Una excusa increíble
Se marchó en silencio, perturbado e incrédulo. Seguramente cuestionándose cómo podrían creer bruja a alguien tan hermosa. Llegado al umbral del hogar, lo saludó el aroma a moronga que lo devolvió a tierra.
Sin poder contenerse más, le pidió explicaciones a su esposa de porqué le preparaba solo ese platillo. Ella se excusó contando que su padre tenía un rastro.
Las piezas que quedaban sin venden se distribuían entre sus hijos. Al mayor le regalaban las entrañas, a la hermana las extremidades, finalmente a ella le obsequiaban la sangre. De ninguna manera el hombre quedó conforme con la explicación.
Las dudas detonaron el insomnio del joven. La respuesta de su esposa le parecía sumamente ilógica, mientras las palabras del amigo retumbaban en su cabeza.
Infraganti
Pasaron algunas horas, cuando la mujer se paró del lecho rumbo a la chimenea. En el más extremo sigilo, él siguió sus pasos para descubrir qué hacía. Quizás con la esperanza de que el pueblo entero estuviese en un error.
Llegó a la cocina donde estaba su esposa, pero su sangre se heló. Su bella mujer estaba quitándose la piel, hasta terminar transformada en una esfera de fuego.
Las dudas fueron al traste, el hombre corrió y lanzó al fuego aquella piel sin titubeos. Pasaron algunas horas, antes del amanecer, regresó la mujer todavía como esfera de fuego.
Prorrumpí en estruendosos gritos ante la ausencia de la piel. En un acto de impotencia se golpeaba contra los muros de la casa.
La mañana clareó y el sol lanzó sus primeros rayos, aquel fuego acabó por consumirse en su totalidad. Desde ese instante, la mujer pareció borrada del planeta.