Entre las leyendas que con mayor fuerza adornan y enriquecen la cultura popular mexicana se encuentra la referida a La Llorona. Siempre se encuentra a alguien dispuesto a divulgar entre las nuevas generaciones o los turistas.
Los lugareños aseveran que las apariciones ocurren en Coyoacán. Mientras que otros sostienen que escuchan con total claridad sus gritos en la calle donde viven. No falta quien se alza como un testigo de estas manifestaciones.
Variedad de versiones
La tradición oral tiende a crear bifurcaciones entre una versión y otra de los relatos. Cada quien puede agregarle su “sazón” para que la leyenda sea más terrorífica o impactante.
Así se explica que las historias difieran en tantos puntos. La Llorona se trata de una mujer que vaga por las callejuelas de Ciudad de México en una eterna búsqueda en pos de sus hijos.
Hijos que ella asesinó en un ataque de locura, cegada por la desgracia en medio del abrigo de la noche. Otros señalan que sus apariciones ocurren en áreas donde antiguamente fluía un río.
Un tercer grupo enfatiza la belleza desmedida de la mujer que deambula vestida con un batón níveo. Muchos relatos se contradicen entre sí. ¡Solamente se aprecia su silueta! ¡Se le ha visto flotar! Las opiniones o versiones vienen y van sin césar.
El hilo conductor de todas es el gemido desgarrador que soltaría la atormentada mujer: ¡Ay, mis hijos! Solo comparable con el relámpago que atraviesa la noche y sobresalta a incautos.
Una leyenda de cuna colonial
De las crónicas de Bernal Días del Castillo emerge la versión con más aceptación y mejor fundamentada. Tal cronista fue partícipe de la conquista del Imperio mexica.
Todo comienza con un romance oculto que crecía y retoñaba, sin conseguir ver la luz. En las leyendas, grandes alegrías preceden a iguales desgracias. Una mujer indígena se volvió la amante de un joven español.
De tal romance, nacieron tres hijos que eran la adoración de su madre. Esta se desvivía en afecto y atenciones para con ellos. Con el transcurrir del tiempo, crecía la insistencia de la mujer para que la relación se formalizara.
Era lo mejor para los niños tener un padre que les amara con locura. Ella también quería dejar las mentiras, los secretos y la necesidad de ocultarse de forma constante.
El caballero cual habilidoso torero, conseguía esquivar el tema o darle largas. ¿La razón? Él pertenecía a la alta sociedad y tener vinculaciones con una mujer indígena haría caer su estatus. Temía qué dijesen sus pares.
El miedo consumió al hombre español que prefirió romper relaciones de tajo con su amante. La abandonó para celebrar nupcias con una señorita española del mismo estrato que él.
Su antigua amante no soportó tal dolor. Con el corazón marcado a fuego por el desamor, las mentiras y la traición cayó en el desespero. Sin razonar, cogió en brazos a sus pequeños que eran la luz de sus días.
Los llevó hasta un río, mientras les abrazaba contra sí los ahogó. Sí, los sumergió hasta que los pequeños dejaron de respirar. Quizás el impacto de sus acciones, la despertó de golpe: la devolvió en un parpadeo a la realidad.
Horrorizada por encontrarse sola en el mundo, por la traición recibida y la barbarie cometida: se suicidó. Cuentan que su lamento desgarrador retruena en el río que fue el escenario de la tragedia.
Otros relatan que vagabundea a fuerza de pena buscando con desespero a los hijos que asesinó. La magnitud de la culpa es tan desbordante que pasan los siglos, pero continuar sin descansar.
Muchos aseveran que se le escucha en las cercanías de la plaza mayor. Nadie se atreve a asomarse por las ventanas, porque se sabe que quien lo hace ve al espectro.
Una mujer esbelta, vestida con un batón blanco como la nieve que continúa llamando a sus pequeñuelos.